En esta noche y pensando en mis estudiantes, pensé que, para tratar el tema de clase "La autobiografía", nada mejor que poner a su disposición "Un fragmanto de mi vida", título del concurso que promueve la Asociación Mexicana de Autobiografía y Biografía en el cual participé en el 2009 y quedé entre los 20 finalistas-de casi 200 que participaron a nivel internacional-, y lo cual me mereció ser elegido como jurado en la versión de 2010 y aquí está, para quienes quieran leerla.
NIÑEZ
Maliciosa e inocente sonrisa adosada
a la puerta en pose de esperanza
todo este tiempo verde,
esperando un no sé qué sin estructura,
que se va perfilando en los instantes.
F.B.L
No tengo un recuerdo claro de los primeros años de mi vida pues una especie de bruma, que se diluye por instantes, no deja que se pueda tejer algo coherente. Lo único que sé, de acuerdo con las palabras de mi madre, es que nací un martes a las cuatro de la mañana el 28 de noviembre del año 1.950, en la carrera 5ª-la principal vía en ese tiempo-con la calle 25 de Ibagué la capital del hermoso departamento del Tolima, llamada por su tradición la “Capital musical de Colombia” y que por el abandono de mi padre debimos viajar a Santa Elena, un pequeño y bello pueblito enclavado en las gélidas montañas andinas del centro del país y al sureste tolimense.
En este punto siendo el año 55 empiezan a consolidarse mis recuerdos y arranca, ahora si, el mejor fragmento de mi vida que se extiende hasta 1.962.
Decir que recuerdo el día en que con mi madre emprendimos el viaje sería mentira y aunque esto nadie lo podría comprobar, considero trascendente la verdad y he sido sincero a lo largo de mi existencia.
Allí mi madre, Yolanda Londoño de Bedoya-porque en ese tiempo y ahora a pesar de la milimetría y los derechos, las mujeres son una propiedad de quien tenga con qué comprarlas- tenía a sus hermanas Lidia y Soledad y yo a Josefina, mucho mayor que yo y prima en segundo grado por parte de mi papá, quienes colaboraron en nuestra organización.
Con los hijos de mis tías y de mi prima conformamos un grupo numeroso y formidable que daba cuenta de las moras silvestres de las lomitas adyacentes y de las olorosas talegas de pan que la panadera-mi prima Josefina-enviaba a mi madre y a mis tías los viernes de cada semana. Esto último lo hacíamos sentados en el andén, un poco más arriba, de la panadería y constituía un rito iniciado por Amanda-hija de mi tía Soledad-quien empezaba a repartir cucas a cada uno de nosotros de la bolsa que enviaban para su familia; luego seguía uno de los hijos de Marucha-así le decían a mi tía Lidia-con los panderos y por último yo, el más pequeño, que compartía las deliciosas galletas untadas con clara de huevo por encima, para sostener una dulce capa de miel o algunos pedazos de frutas.
Al terminar esta primera ronda seguían dos o tres más en las que tributaban sus delicias a los paladares ansiosos y a los estómagos sin fondo de los doce o trece chiquillos, los pandeyucas, los panes de leche y coco, los panes aliñados, los pandequesos y el humilde pan de trigo, pasando por las mantecadas, los deditos y uno que otro pan relleno de frutas que, por su tamaño, debíamos partir en rebanadas proporcionales a nuestra estatura.
Como esto sucedía en las primeras horas de la mañana a eso de las ocho u ocho y media, cada quien llegaba a su casa con los restos de la comilona para los mayores de la familia quienes se sentían extrañados porque no comíamos ninguna clase de pan por más que nos rogaran y nunca supieron que las bolsas de harina de trigo en que nos empacaban el pan, salían llenas de donde mi prima.
Los demás días de la semana incluidos los sábados y domingos nos encontrábamos-sin ponernos de acuerdo- cerca a la placita entre las 7:00 y la 7:30 de la mañana y de allí, entre juegos y risas, caminábamos erráticamente hasta llegar a la casa de uno de nosotros y la tía afortunada nos daba el desayuno a todos o cuando era tiempo de purgarnos-lo que hoy llaman desparasitar-, como por arte de magia aparecían todas nuestras madres y dado que el Vermífugo Nacional-nombre del purgante- era a base de aceite de ricino e higuerilla lo detestaban la mayoría de los niños y por su efectividad lo preferían la mayoría de los padres, empezaba una especie de cacería en la que había carreras, encerronas, frenadas, tumbadas y por último la reducción de la presa-uno de nosotros- la introducción del frasco y la ingestión obligada del purgante, lo cual terminaba con la dulce toma de un jugo de naranja y un poco de aguadepanela cruda.
El pueblito queda en una planicie a la que se llegaba a caballo o a pie por un sinuoso camino –convertido hoy en carretera- que partía de Playarrica, caserío situado a tres horas de la capital por una carretera que es como una profunda herida hecha a la cordillera. Lo enmarcaba una vegetación exuberante de helechos, robles, cedros y palmas de cera que son como árboles de ocho o diez pisos y flores silvestres de vívidos colores, formas y texturas.
Gamas de rosas, azules, amarillos y naranjas, unas como de papel de seda o piel y otras similares al terciopelo, lisas, resplandecientes, mates o peludas y blancas cual una piel de armiño; las había parecidas a soles, medialunas, zapatillas, copas, gusanos o mariposas, como también aquellas que parecían invitar a hincar los dientes en sus pétalos por su grosor, color y aroma.
Quien llegaba era recibido por el camposanto que quedaba a la entrada y ofrecía una visión fantasmal por el sinnúmero de tumbas de todos los tamaños, parecidas a minúsculas catedrales góticas que con sus altas cruces buscaran conectarse con el cielo.
Más adelante quedaba la escuela, una gran edificación en la que finalizando el año escolar, el alcalde y las demás autoridades examinaban a los estudiantes sobre los conocimientos que tenían sobre ovejas, que no se criaban en esos lugares y de personajes y cosas que jamás habían conocido ni habrían de conocer.
A esta altura ya se insinuaban las primeras viviendas, de las cuatro manzanas que conformaban el pueblo y se asomaban al marco de la plaza, en el que se situaba la corregiduría, la iglesia y el comercio más importante del pueblo, constituido por dos o tres grandes tiendas de abarrotes en las que se vendía desde una panela o una pucha de maíz, hasta las herraduras, los clavos y las sillas, con las que se enjaezaban las caballerías.
Los días de mercado, sábado por la tarde y domingo en la mañana, el centro de la plaza se llenaba de toldos en los que se expendían los víveres que llegaban de las veredas cercanas.
Yucas, plátanos, frutas, gallinas, cerdos y carne de res en canal, junto con envueltos, panochas, arepas, morcillas, asaduras y otros manjares de la cocina tradicional, tenían su comercio allí en medio del griterío propio de los campesinos que aprovechaban para tomarse sus tragos y en muchas ocasiones, dirimir sus problemas de tipo político utilizando la fuerza de las armas y el aterrador filo de grandes machetes, muy comunes por ser además herramientas de su trabajo en el campo.
En los alrededores había algunas fincas y bosques en los que con frecuencia y dada la situación de violencia, engendrada por la muerte del caudillo liberal Jorge Eliecer Gaitán, se daban enfrentamientos entre la policía del estado, chulavitas, a favor de los conservadores y las bandas de chusmeros como les decían a los campesinos liberales que se defendía de la violencia estatal aupada por los curas desde sus púlpitos.
Mi vivienda, en la que teníamos el único hotel del lugar, situada en una esquina de la plaza por la que se llegaba al pueblo, era el paso obligado de las caballerías que después de los combates, llegaban con su carga de muertos despedazados, algunos incompletos, y la depositaban cerca al despacho del corregidor para que los reclamaran los familiares o los enterraran en fosas comunes identificados como N.N., a los que nadie encomendaba a alguien que intercediera por ellos en el más allá.
En varias ocasiones mis ojos de niño, de cinco o seis años, quedaban fijos en la silueta del caballo con un cadáver atravesado en su silla y seguían el ritmo del movimiento de brazos y piernas sin cabeza que los dirigiera. Esto y el sonido de los fusiles en los combates que tenían lugar en las cercanías del pueblo, son los dos recuerdos mas horrendos que tengo de mi niñez y creo que a mis primos y a esa generación de niños aterrorizados por la violencia inmisericorde y sin sentido les debe pasar lo mismo.
El hotel, que no tenía nombre y del que era dueña mi madre, ofrecía comidas a la carta y como tal me podía dar el lujo de comer lo que quisiera y estuviera en ella; me gustaba la carne “blanquita”, de cerdo, y creía que la leche de la que disfrutaba a más no poder, se utilizaba para enfriar los alimentos y en consecuencia le echaba a la sopa, al café y demás líquidos que ingería.
Durante las navidades de los años de mi estancia en Santa Helena hubo siempre un hecho que recuerdo con tristeza y que tal vez, puede haber influido en mi anhelo de que con mis hijas, seamos lo más felices en esa época del año.
El coronel Gustavo Rojas Pinilla era el más relevante de la junta militar que asumió el poder después de la muerte de Gaitán y tenía, para congraciarse con el pueblo, un programa social llamado Caritas que llevaba a los niños de los pueblos lejanos los mejores regalos de navidad que se puedan imaginar.
Siempre llegaban e instalaban una gran carpa junto al pino más grande de la plaza y hasta allí llegaban los padres con sus hijos a recibir sus juguetes pero unos pocos niños y yo nunca los recibíamos, llegábamos hasta donde unos funcionarios los entregaban y al vernos nos sacaban y nos decían que no teníamos derecho porque éramos ricos. Esto nos entristecía mucho pero nuestra tristeza duraba algunas horas y pasaba cuando nuestros amiguitos “pobres” nos dejaban jugar con sus regalos.
En ocasiones cuando la noche estaba clara veíamos en las montañas un gran número de lucecitas y por boca de los mayores sabíamos que era la “chusma, como le decían a la guerrilla, en sus constantes ires y venires que se desplazaba a esas horas para no ser confrontada por el ejército. Nosotros pensábamos que eran seres mitológicos como la madremonte, la patasola, el hojarasquín del monte u otros, que venían por nosotros. En otras nos parecía más bien que eran luciérnagas o cocuyos gigantes que andaban de paseo.
Cuando hacía sol y el día estaba claro, desde una de las lomitas donde comíamos moras, podíamos ver las altas y blancas cumbres del norte del Tolima e imaginábamos que eran viejos enormes con sus cabezas llenas de canas, pero siempre los mayores nos sacaban del ensueño al explicarnos que eran nevados.
Con el recrudecimiento de la violencia mi madre no pudo seguir con el hotel puesto que no había comensales y debimos marcharnos de nuevo a la ciudad.
Mi libertad se vio muy menguada dado que nos toco vivir en un inquilinato. El espacio para mis aventuras se redujo a una pieza de unos pocos metros y a un patio en el que confluían viejos y niños con el objetivo de asolearse un poco o lavar y tender la ropa en los lavaderos y tendederos que habían de turnarse entre los residentes.
Se acabaron las expediciones a la loma de las moras o al monte a comer candelas, unas semillas dulces y rojas de un árbol del cual no me acuerdo el nombre, y las comitivas que hacíamos con mis primos y de las que salíamos chamuscados y tiznados pero llenos de huevos con carbón, carne sanguinolenta o plátanos crudos.
La residencia a la que llegamos estaba ubicada en la calle 27 entre carreras cuarta y quinta, en el barrio el Hipódromo. En ésta me hice amigo de los hijos de un pastor evangélico y a pesar de las diferencias de clase y culto pues yo era muy pobre y no pertenecía a ninguna iglesia, me dejaban entrar a su casa, disfrutar de sus juguetes y admirar un hermoso piano de cola que me maravillaba. Mi madre mientras tanto consiguió trabajo en una gasolinera por lo que me tocó ir a vivir a la 28, una cuadra más abajo, en casa de mi tía Bertha.
Los primeros días disfruté muchísimo con el aroma que procedía de la fábrica de café Selección y San Juan situada a una cuadra de mi nueva residencia y llenaba el ambiente, pero con el correr de los días el que era un olor agradable se transformó en un hedor nauseabundo que nos torturaba todo el día y nos hacía huir del barrio en cuanto teníamos oportunidad.
Continué con mis estudios primarios en el grado primero en la Escuela Miguel de Cervantes Saavedra y allí fui adoptado por Tobías, el hijo de la Profesora Elvia Troncoso, quien por lo mal encarado y corpulento era respetado y me defendía de los niños que al saber que había llegado de la provincia se burlaban y me hacían llorar con sus bromas.
Mi estancia en la escuela y en el barrio duró unos pocos meses pues mi tía se fue con su esposo Juan de Dios Arias para Chilí, una finca que heredó de sus padres y estaba ubicada en el cañón de Guadualito cerca a Rovira por la vía a Playa Rica, donde se dedicaron principalmente al cultivo de café y hortalizas.
Esta nueva situación de desamparo hizo que mi madre recurriera a Orfelia, Elena, Lucrecia, Eliecer y Leonardo unos primos en segundo grado, por parte de mi abuelita Julia Londoño, con quienes había compartido su niñez en Santa Helena y que al igual que nosotros un tiempo atrás, habían tenido que salir del pueblito derrotados por la violencia partidista.
Con ellos alquiló dos piezas de una pequeña casita dos cuadras más bajo de donde vivía mi tía Bertha, la cual estaba en medio de un gran lote lleno de vegetación. Allí conocí la cidra, especie de papá que se da en un bejuco, con la que se aderezan los fríjoles o se come asada.
Con este traslado seguí estudiando en La Francia, un poco más lejos de mi nueva residencia, una escuela grande en la calle 30 con 4ª estadio en la que disfruté con mis compañeritos de los juegos propios de la niñez y en la que, por la trashumancia debida a nuestra pobreza, no estuve mucho tiempo y como siempre ocurría no terminé mi año escolar.
Nos mudamos a la calle 25 entre la quinta y la sexta. Cuando me acuerdo de este nuevo refugio al que fuimos con mi madre, puedo concluir que los olores me han perseguido siempre. La noche en que nos mudamos no pude reconocer los alrededores con mi nuevo amigo Carlos, el hijo de Doña Blanca la amiga de mi mamá quien nos había dado posada, por lo que a la mañana siguiente descubrí que junto a nuestra vivienda y justo al lado del apartamentico donde nos amontonábamos, había una fábrica de bocadillos y dulces de guayaba, los cuales podíamos oler y mirar desde el pequeño murito que separaba las dos edificaciones.
En algunas ocasiones la dureza del personal que trabajaba en la dulcería era vencida por nuestra resistencia y después de dos o tres horas de estar mirando con ojos desorbitados aquellos manjares, nos daban algunos los que disfrutábamos con gusto y de a poquito, para que no se acabaran muy pronto.
Allí, a pesar de ser un inquilinato como aquel de donde veníamos, había más libertad para los niños pues al frente quedaba una especie de placita rectangular llena de maleza, donde jugábamos con Carlos y otros amigos de la cuadra y solamente interrumpíamos las acciones cuando una vecina de unas casa más adelante soltaba el chivo, un chivo grandísimo y con unos cuernos de dos o tres vueltas, que nos recordaba al Satanás de los libros religiosos.
Estando el chivo afuera todo el mundo se encerraba y nosotros aprovechábamos para jugar al papá y a la mamá con Marina, la hermana de Carlos, hasta que nos mandaban a hacer pequeñas labores de la casa. El juego lo terminábamos si, al caer la noche, mi mamá y Doña Blanca salían, cosa que rogábamos que sucediera. De este juego tengo gratas imágenes y creo que se inició mi educación sexual de una manera práctica e inocente.
Desafortunadamente debimos alejarnos pues la Señora consiguió casa propia y se marchó sin que pudiera hacer nada por nosotros pues su esposo no lo quería. Por suerte llegó en ese tiempo del Espinal, un pueblito del sureste tolimense, mi tía Aida con su familia y nos llevó a vivir con ella a una casa situada cerca a la línea del ferrocarril en la carrera cuarta estadio con calle 30.
Era una casona grande, con un amplio patio en el que había naranjos, papayos, hicacos y sobre todo madroños que eran nuestro preferidos. Imagínense lo que gozaríamos con Jairo, Ausberto, Javier y Rosalba, mi nueva familia. Pero como la felicidad nunca es completa a escasos dos meses de estar allí debimos desocupar esta vivienda y trasladarnos a la calle 35 entre carreras primera y segunda, cerca al cementerio central.
Allí pasamos la primera navidad de la que tengo recuerdos muy gratos. La edificación estaba rodeada por un alto muro que la separaba de la calle y de los vecinos de tal manera que quedaba en el centro del lote, como una isla rodeada por un mar de plantas ornamentales de las que tengo en mi memoria una en especial: era una humilde plantica parecida al pasto, igual al limoncillo pero no tenía olor alguno y en la punta de las cortantes hojas tenía una pepita en forma de gota de color oscuro con visos lechosos. No sé qué parecido le encontró quien la bautizó, con las lágrimas de arrepentimiento que debió derramar San Pedro, después de darse cuenta de que había negado tres veces a su Maestro, para llamarla “lágrimas de San Pedro”.
El marido de mi tía se llamaba Justino Triviño y era comandante del Cuerpo de Bomberos en el sitio de donde venía por problemas de salud y cuando llegó a Ibagué asumió su trabajo con un menor grado respecto del cargo que tenía, pero siguió percibiendo el mismo salario lo que nos permitía vivir holgadamente; la comida se hizo más variada y fue posible que en navidad nos dieran regalos a todos.
A Jairo le trajo el “niño Dios” un camión grande y carpado; a Ausberto un muñeco con forma de conejo-montado en una plataforma con ruedas- que cuando se lo hacía avanzar tirándolo de una cuerda, tocaba una campanilla colocada al frente, con unos palitos que tenía pegados a sus manos; el obsequio para Javier, por su corta edad, fue un muñeco de plástico capaz de resistir los golpes y caídas que, con su nuevo dueño, tenía constantemente; a Rosalba le regalaron una muñeca muy grande y bonita cuyo vestido, muy colorido y elegante, estaba pintado y adherido a su cuerpo y a mi, me regalaron un carro de bomberos de color rojo y plateado, con un tanque en cuyos bordes estaban pegados ocho bomberos: tres a cada lado y dos en la parte posterior donde estaba la toma de agua para la manguera y el que arrastraba con gran regocijo durante todo el día, con una cabuya amarrada al vómper.
Mi tía por su parte y en asocio con mi madre, elaboró el tradicional dulce de nochebuena, buñuelos, ariquipe, tamales y otras delicias de la culinaria tolimense para esta época del año. Durante los días de la novena de aguinaldos nos llevaron a varios sitios donde se hacen rezos y se premia la asistencia de los niños al finalizar el rezo, con dulces y muchas clases de pasabocas y el veinticuatro jugamos hasta las diez de la noche, hora en que nos hicieron acostar para que el “niño Dios”, a quien no pudimos ver por más que intentamos permanecer despiertos el resto de la noche, pudiera llegar a traernos los regalos, que amanecieron en nuestras camas y de los que disfrutamos a partir del veinticinco de diciembre.
Pasadas las fiestas de este fin de año la familia se llenó de regocijo por una noticia muy grata: a mi tío Justo, como le decíamos con cariño, sus familiares le regalaron un terreno a la salida de Ibagué, para que construyera su casa y plantara algunos cultivos propios de esta región.
El sitio que quedaba a un costado de la carretera hacia Armenia, hoy capital del departamento del Quindío, estaba como colgado a una falda de la montaña y tenía una planadita en la que, con la ayuda de familiares y amigos, en tres fines de semana se construyó la que me pareció, por ser “nuestra”, la casa más hermosa. Era de bahareque y tenía dos piezas grandes y a un lado la cocina, del mismo material pero más pequeña.
La primera habitación la ocuparon mi madre y mi tía con su esposo y la otra, a la que se entraba por la primera, la ocupamos los hijos. Había además cerca a la cocina, una jaula en la que teníamos curíes, especie llamada conejillo de indias, muy prolífica, que criábamos a punta de pasto y sobras de vegetales y que se constituyó en nuestra fuente de proteínas.
El agua para elaborar los alimentos la llevábamos de una “moya”, especie de manantial excavado junto a la montaña y para bañarnos, había una quebradita a la cual acudíamos con regularidad y nos divertíamos hasta más no poder, con las familiares de mis primos por parte de mi tío Justo.
Fueron unos años muy felices los que pasé con la tía Aida y su familia, hasta que, en busca de un mejor futuro debimos emprender, con mi madre y su nuevo compañero, un viaje hacia Santa Leticia, un pueblito del departamento del Cauca, situado en pleno corazón de la cordillera de los Andes en el que conocimos, nuevamente y con más rigor, la pobreza y el desamparo puesto que en este lugar y en muchísimos kilómetros a la redonda, no teníamos amigos ni mucho menos familiares que nos tendieran la mano. Sin embargo creo que a mi madre y a mi, especialmente, nos sirvió esta experiencia porque nos sentimos mucho más unidos que antes y emprendimos el regreso al Tolima, no como seres derrotados, sino como aventureros que llegan de un viaje desafortunado con el deseo de emprender nuevos retos forjando su destino.
Nuestro regreso a casa de mi tía en Ibagué fue causa de alegría para mis familiares que, desafortunadamente, se habían enterado poco antes de que el tío Justo tenía tuberculosis, debido a que su trabajo de bombero lo exponía constantemente a cambios extremos de temperatura, lo que lo llevaría a la muerte pocos años después, cuando nosotros habíamos salido nuevamente a probar fortuna en otro departamento de mi amada Colombia, en el año 1.962 de lo cual me ocuparé en otra oportunidad.
Fueron años muy especiales, con un gran caudal de experiencias y sucesos positivos y negativos de los que se nutrió mi infancia, que recuerdo con nostalgia y me parece que fue ayer; que es como un haberme alejado del niñito débil e indefenso que era, como por arte de magia y al que sus amiguitos en la escuela lo molestaban por su condición. Una edad que recuerdo también con cariño y a la que, si fuera posible, volvería sin temor y sin hacerle ningún cambio.
Autor: Fernando Bedoya Londoño. Florencia-Caquetá-Colombia
Marzo de 2009
viernes, 5 de marzo de 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario