LA CAJITA
Indio hijueputa, decía Luisito al bajar las escaleras de su casa. Y uno que se las da de avispa, rezongaba, mientras destapaba la cajita de pomada verde y se untaba en cada uno de los verdugones dejados por la correa, certeramente manejada por su madre.
Ojalá sirva esta maricada y no sea también mentira del indio, que ni indio será el malparido porque tiene bigote y patillas y mi mamá dice que los indios no se vuelven canosos, ni tienen pelos en la cara; además habla como paisa. Lo más berraco fue que me quedé con ganas de ver a Margarita, la culebra que no sacó de la caja a la que, a cada momento golpeaba con el palo diciendo: ¡Quieta Margarita!, ¡Detente animal feroz! y otro poco de guevonadas que nos hacían reír a todos.
Lo habían mandado en las horas de la mañana a comprar unos fríjoles. Al llegar a la placita vio el tumulto y en el centro a un señor con un tocado de plumas y gran cantidad de collares en el cuello. Verlo y quedar en la primera fila del ruedo fue una sola cosa. Quedó embelesado con el atuendo del personaje, algunos cueros de tigres del Amazonas -según decía éste- y una hilera de frascos de todos los colores y tamaños, además de algunos colmillos y cuernos de animales desconocidos.
Pero dos cosas llamaron su atención como a todos los presentes.
Una era la caja de madera, celosamente custodiada por el culebrero y en donde tenía según él, la más mortífera de las serpientes; la otra era esa forma de hablar del tipo cuando les describía, en coplas y trabalenguas, la milagrosa cajita de pomada verde que lo mismo servía para sacar muelas sin dolor, sanar sabañones, rebajar toda hinchazón, curar cualquier dolencia o hacer regresar al ser querido.
Y se podían obtener dos cajitas a precio de huevo. Y es más - como dijo - quien me preste un miserable billete de mil pesos a la una, que cuando termine la presentación de Margarita se los devuelvo, a las dos y cuando diga... y el niño no lo dejó terminar porque fue el primero en pasar el dinero. Y se divirtió. Y pasó la presentación aunque sin Margarita. Luego se vio solo mirando como el tipo empacaba y ni con ruegos ni lágrimas le devolvió la plata del mandado.
Después de mucho intentar y arrepentirse decidió, en la tardecita pueblerina, regresar a su casa y mostrar a su mamá el resultado de su encargo y ella, con la sapiencia que da la edad, le dio tres correazos. El primero, para que hiciera lo que le mandara - le dijo -; el segundo, para que no se metiera donde no lo llamaban y el tercero para que no fuera pendejo. Y le tiró sus dos cajitas de pomada para que se aliviara el dolor.
Fernando bedoya Londoño
Indio hijueputa, decía Luisito al bajar las escaleras de su casa. Y uno que se las da de avispa, rezongaba, mientras destapaba la cajita de pomada verde y se untaba en cada uno de los verdugones dejados por la correa, certeramente manejada por su madre.
Ojalá sirva esta maricada y no sea también mentira del indio, que ni indio será el malparido porque tiene bigote y patillas y mi mamá dice que los indios no se vuelven canosos, ni tienen pelos en la cara; además habla como paisa. Lo más berraco fue que me quedé con ganas de ver a Margarita, la culebra que no sacó de la caja a la que, a cada momento golpeaba con el palo diciendo: ¡Quieta Margarita!, ¡Detente animal feroz! y otro poco de guevonadas que nos hacían reír a todos.
Lo habían mandado en las horas de la mañana a comprar unos fríjoles. Al llegar a la placita vio el tumulto y en el centro a un señor con un tocado de plumas y gran cantidad de collares en el cuello. Verlo y quedar en la primera fila del ruedo fue una sola cosa. Quedó embelesado con el atuendo del personaje, algunos cueros de tigres del Amazonas -según decía éste- y una hilera de frascos de todos los colores y tamaños, además de algunos colmillos y cuernos de animales desconocidos.
Pero dos cosas llamaron su atención como a todos los presentes.
Una era la caja de madera, celosamente custodiada por el culebrero y en donde tenía según él, la más mortífera de las serpientes; la otra era esa forma de hablar del tipo cuando les describía, en coplas y trabalenguas, la milagrosa cajita de pomada verde que lo mismo servía para sacar muelas sin dolor, sanar sabañones, rebajar toda hinchazón, curar cualquier dolencia o hacer regresar al ser querido.
Y se podían obtener dos cajitas a precio de huevo. Y es más - como dijo - quien me preste un miserable billete de mil pesos a la una, que cuando termine la presentación de Margarita se los devuelvo, a las dos y cuando diga... y el niño no lo dejó terminar porque fue el primero en pasar el dinero. Y se divirtió. Y pasó la presentación aunque sin Margarita. Luego se vio solo mirando como el tipo empacaba y ni con ruegos ni lágrimas le devolvió la plata del mandado.
Después de mucho intentar y arrepentirse decidió, en la tardecita pueblerina, regresar a su casa y mostrar a su mamá el resultado de su encargo y ella, con la sapiencia que da la edad, le dio tres correazos. El primero, para que hiciera lo que le mandara - le dijo -; el segundo, para que no se metiera donde no lo llamaban y el tercero para que no fuera pendejo. Y le tiró sus dos cajitas de pomada para que se aliviara el dolor.
Fernando bedoya Londoño